¿Qué tienen en común unos cazadores en el monte y un zorzal enjaulado? Una pareja de hombres en una granja buscando un hijo y un perro obsesionado con las madrigueras. Un hombre que busca al fantasma de su esposa muerta y su familia de motoqueros. Un bañado en el norte que de noche refleja todas las estrellas y la Patagonia helada? La resistencia Mapuche, las lenguas perdidas y una persecución por las montañas? Y las máquinas del futuro desmanteladas en el pueblo más austral del mundo? Frankenstein.
Frankenstein cuenta la historia del Monstruo en busca de su creador, y en ese viaje se mezclan pequeñas historias de la argentina contemporánea. Desde el norte hacia la Patagonia, pasando por el desierto y la Pampa húmeda, el Monstruo sin pasado construye su propia historia a la par de la película. Y cómo un río subterráneo que une todas las partes, la novela de Mary Shelley abre un diálogo con el presente y el futuro y las nuevas formas de monstruosidad, más humanas que nunca.
Frankenstein es una película sobre los trayectos humanos; sus curvas, sus desniveles y los mapas para el regreso al pueblo. O acaso sobre las vínculos mutantes, esos que no tienen nombre, que no tienen forma, pero sabemos que existen.